Los samuráis de Escritores en su Tinta

Hola lectores/as, hoy quiero compartir un relato que nació de una asamblea que la Asociación Escritores en su tinta realizó en diciembre.
Este pequeño relato es una parodia que tiene como protagonistas a algunos de los autores de dicha asociación y cuenta un poco sobre ellos.

Espero que os guste y si no conocéis estos escritores, os invito a que lo hagáis.


Los samuráis de Escritores en su tinta

En una mañana de domingo del mes de diciembre, un grupo de samuráis se reunía para su entrenamiento bajo un cielo despejado.
El gran José Tovar se alzaba como presidente aquel día. A su lado, su mano derecha, la valiente y fuerte como un roble, Irene.
—No saben el trabajo que les espera —dijo Tovar.
—Ni idea tienen —respondió Irene Robles con una sonrisa traviesa.
Frente a ellos el samurái Vicente Damián escudriñaba al grupo con el ceño fruncido y la catana en la mano. Estaba dispuesto a pelear con quien se había atrevido a votarle como presidente aquella mañana. Su enamorada, Bea Bernad, le pasaba la mano por la espalda mientras le susurraba:
—Ya puedes respirar tranquilo, solo fue un voto.

En el centro del campo de entrenamiento, las samuráis Sonia Sánchez, Virginia Rodríguez y Tonyi Buigues luchaban con sus respectivas catanas, la vencedora sería la encargada de leerles un cuento aquella noche a todos sus compañeros.

El samurái Matías González Pinos, dejaba su arma a un lado y subido a una roca, leía sus poemas de forma teatral.
Sentados sobre la hierba, el samurái Alfonso Alfonso Gallego, con su amada Isabel cogida del brazo, escuchaban embelesados. Ambos habían olvidado el entrenamiento por completo.

En uno de los extremos, los samuráis José Antonio Quesada Coves y Abel Fuentegrís, entrenaban duramente, los dos querían ser los mejores maestros y poder enseñar todo lo que sabían a sus jóvenes discípulos.
Observándoles, se encontraba el samurái Paco Guijalba tomando nota de todo cuanto veía, estaba dispuesto a convertirse en un experto. 
Fran Zaratruster llegó montando sobre su artilugio de dos ruedas y se colocó a su lado para revisar las notas de Paco.

Al otro lado, la samurái Fini del Amor, entrenaba segura de sí misma pues era la vencedora de cada desafío al que se apuntaba. Su contrincante, Verónica C. Lozano ponía todo su empeño en aprender de la mejor y que así sus viajes fueran como ruedas.

En la zona más alejada, la samurái Carmen Sánchez Vilella entrenaba con tesón y paciencia a su más joven aprendiz, Izan. Muy pronto seguiría sus pasos.

El samurái Dan Percov luchaba contra su compañero Arturo Maciá Morant, movía con agilidad su catana mientras por su mente se repetía, como si de un mantra se tratara, «el próximo evento saldrá bien». Adivinando el pensamiento de Dan, el samurái Arturo se decía lo mismo, juntos conseguirían sacar adelante muchos proyectos.

El samurái Pablo Molinero, sentado sobre una roca sacaba sus cuentas «esto no me da», «ahora sí», «ahora no». Con su destreza matemática hacía presupuestos para el grupo de aquí a veinte años.
Sobre otra roca, a su lado, el samurái José Salieto, había dejado la catana por un momento y se dispuso a diseñar puntos de lectura y carteles para próximos encuentros.

La poderosa Adela Bas, entrenaba, con catana en mano, contra la samurái Mareta Lozano. Esta última era muy diestra y habilidosa, con cada movimiento apretaba los dientes para no ser vencida.
De pronto, Adela soltaba el arma y echaba a correr bajo los ojos confusos de Mareta. A los pocos minutos aparecía de nuevo sosteniendo algo en sus manos.
—¡Té para todos! —gritó y mostró su amplia y dulce sonrisa.
Los samuráis dejaron lo que estaban haciendo para rodear a su compañera y saborear su delicioso té.

A lo lejos, sobre una colina, el ex samurái José Martínez los observaba con orgullo y cariño mientras en su mente se decía: «volveré».

En tierras lejanas, el samurái Vicente Blasco, con lágrimas en los ojos, añoraba poder estar entrenando con sus compañeros.

A muchos kilómetros de distancia, ajena a todo lo que sucedía en el campo de entrenamiento, la samurái Fini Alacid bebía sake con sus amigas al tiempo que bailaba al son de una música tradicional.

Una mirada tierna venía desde el cielo para observar a todos los samuráis. «Si es que no puedo dejaros solos», se dijo Manuel V. Segarra Berenguer.

La samurái
Eva Gil Soriano


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